jueves, 14 de mayo de 2009

La desaparicion de la homosexualidad - Perlongher

Archipiélagos de lentejuelas, tocados de plumas iridiscentes (en cada vertebración de la cadera trepidante, las galas de cien flamencos que flotan en el aire tornado un polvo rosa), constelaciones de purpurinas haciendo del rostro una máscara más, toda una mampostería kitsch, de una impostada delicadeza, de una estridencia artificiosa, se derrumba bajo el impacto (digámoslo) de la muerte. La homosexualidad (al menos la homosexualidad masculina, que de ella se trata) desaparece del escenario que tan rebuscadamente había montado, hace mutis por el foro, se borra como la esfumación de un pincelito en torno de la pestaña acalambrada, acaramelada. Toda esa melosidad relajante de pañuelitos y papel picado irrumpiendo en la paz conyugal del dormitorio, por ellas (o por ellos: ah, las elláceas), a gacelas subidas y por toros asidas y rasgadas, convertido en un campo de batallas de almohadones rellenos de copos de algodón hecho de azúcares pero en el fondo, siempre, como un dejo de hiel, toda esa parafernalia de simulaciones escénicas jugadas normalmente en torno de los chistes de la identidad sexual, derrumbase –diríamos, por inercia del sentido, con estrépito, pero en verdad casi suavemente–, en un desfallecimiento general. La decadencia sería romántica si no fuese tan transparente, tan obscena en su traslucidez de polietileno alcanforado Desvanécese, pero sin descender a los abismos de donde supónese emergida gracias al escándalo de la liberación, sino yéndose, deshilachándose en un declive casi horizontal continuando cierta existencia menor –de una manera, claro está, atenuada, levísima como la difuminación de un esfumino– en una suerte de callado cuarto al lado –el cuarto de Virginia Wolf, tal vez, pero en silencio, habiendo renunciado a los célebres y conmovedores parties.
Es preciso aclarar: lo que desaparece no es tanto la práctica de las uniones de los cuerpos del mismo sexo genital, en este caso cuerpos masculinos (y de la parodia, renegación y franeleo de ésta dada –en el sentido de don– masculinidad, trata en abundancia su imaginario), sino la fiesta del apogeo, el interminable festejo de la emergencia a la luz del día, en lo que fue considerado como el mayor acontecimiento del siglo XX: la salida de la homosexualidad a la luz resplandeciente de la escena pública, los clamores esplendorosos del –dirían en la época de Wilde– amor que no se atreve a decir su nombre. No solamente se ha atrevido a decirlo, sino que lo ha ululado en la vocinglería del exceso. Acaba, podría decirse, la fiesta de la orgía homosexual, y con ella se termina (¿acaso no era su expresión más chocante y radical?) la revolución sexual que sacudió a Occidente en el curso de este tan vapuleado siglo. Se cumple, de alguna manera, el programa de Foucault, enunciado –para sorpresa de la mayoría y duradera estupefacción de los militantes de la causa sexual– en el primer volumen de la Historia de la sexualidad. El dispositivo de sexualidad, vaciado, saturado, revertido, vive –aun cuando sea posible vaticinarle el vericueto de alguna treta, alguna sobrevivencia en la adscripción forzada y subsunción a otros dispositivos más actuales y más potentes–, acaso en la cúspide de su saturación, un manso declive.
Un declive tan manso que si uno no se fija bien no se da cuenta es el de la homosexualidad contemporánea. Porque ella abandona la escena haciendo una escena patética y desgarradora: la de su muerte. Debe haber algún plano –no el de una causalidad– en que esa contigüidad entre la exacerbación desmelenada de los impulsos sexuales ("verdaderos laboratorios de experimentación sexual", diría Foucault) y la llegada de la muerte en masa del Sida, algún espacio imaginario, o con certeza literario, donde esa contigüidad se cargue de sentido, sin tener obligatoriamente que caer en fáciles exorcismos de santón. Sea como fuere, hay una coincidencia. Cabrá a los historiadores determinar la fuerza y la calidad de la irrupción morbosa en el devenir histórico, comprenderlas. A los que ahora la sentimos no se nos puede escapar la siniestra coincidencia entre un máximo (un esplendor) de actividad sexual promiscua particularmente homosexual y la emergencia de una enfermedad que usa de los contactos entre los cuerpos (y ha usado, en Occidente, sobre todo los contactos homosexuales) para expandirse en forma aterradora, ocupando un lugar crucial en la constelación de coordenadas de nuestro tiempo, ep parte por darse allí la atractiva (por misteriosa y ambivalente) conclusión de sexo y muerte.
Se puede pensar que nunca la orgía llegó a tal exceso como bajo la égida de la liberación sexual (y más marcadamente homosexual) de nuestro tiempo. El libro de Foucault puede anticipar esa inflexión –que ahora parece verificarse ya no en el plano de las doctrinas, sino en las prácticas corporales–, porque él nos muestra cómo la sexualidad va llegando a un grado insoportable de saturación, con la extensión del dispositivo de sexualidad a los más íntimos poros del cuerpo social.
El dispositivo social desarrollado en torno de la irrupción del Sida lleva paradójicamente a su máxima potencia la promoción planificada de la sexualidad –tratada ésta como un saber por un poder– y marca de paso el punto de inflexión y decadencia. Es curioso constatar cómo estamos a tal punto imbuidos de los modernos valores de la revolución sexual que nuestro primer impulso es denunciar coléricamente su reflujo. No vemos la historicidad de esa revolución, no conseguimos relativizar la homosexualidad tal como ella es dada (o era dada hasta ahora), enseñada y transmitida por médicos, psicólogos, padres, medios de comunicación, amantes y amantes de los amantes –siendo esa ilusión de ahistoricidad intemporal incentivada por buena parte del movimiento homosexual, que defiende la tesis de una esencia inmutable del ser homosexual. Nuestra homosexualidad es un sexpol, o al menos se presenta y maneja, a pesar de la homofobia de Reich, como uno de sus resultados. Un elemento político, un elemento sexual. Parece El Fiord de Osvaldo Lamborghini (pero un Lamborghini sin éxtasis). A decir bien, ¿sin éxtasis?
Sabemos gracias a Bataille que la sexualidad (el "erotismo de los cuerpos") es una de las formas de alcanzar el éxtasis. En verdad, Bataille distingue tres modos de disolver la mónada individual y recuperar cierta indistinción originaria de la fusión: la orgía, el amor, lo sagrado. En la orgía se llegaba a la disolución de los cuerpos, pero éstos se restauraban rápidamente e instauraban el colmo del egoísmo, el vacío que producen en su gimnasia perversa resulta ocupado por el personalismo obsceno del puro cuerpo (cuerpo sin expresión, o, mejor, cuerpo que es su propia expresión, o al menos lo intenta...). En el sentimentalismo del amor, en cambio, la salida de si es más duradera, el otro permanece tejiendo una capita que resiste al tiempo en el embargo de la sublimación erótica. Pero sólo en la disolución del cuerpo en lo cósmico (o sea, en lo sagrado) es que se da el éxtasis total, la salida de sí definitiva.
Estamos demasiado aprisionados por la idea de sexualidad para poder entender esto. La sexualidad vale por su potencia intensiva, por su capacidad de producir estremecimientos y vibraciones (¿sería, en esta escala, el éxtasis una suerte de grado cero?) que se sienten en el plano de las intensidades. Pero no quiere decir que sea la única forma, menos aún la forma obligatoria, como nos quieren hacer creer Reich y toda la caterva de ninfómanos que lo siguen, aún discutiéndole algo, pero imbuidos del espíritu de la marcha ascendente del gozo sexual. Nos suena ya una antigualla. Pero pensemos cuánto se ha luchado por llegar, por conseguir, por alcanzar, ese paraíso de la prometida sexualidad. Con el Sida se va dando, sobre todo en el terreno homosexual (pienso más en el brasileño, muy avanzado, ello es, donde se llegó a un grado de desterritorialización considerable en las costumbres; en otros países menos osados ese proceso de reflujo tal vez no se pueda ver con tanta claridad; es que es ta desaparición de la homosexualidad está siendo discreta como una anunciación de suburbio, a muchos lugares la noticia tarda un poco en llegar, aún no se enteraron...), otra vuelta de tuerca del propio dispositivo de la sexualidad, no en el sentido de la castidad, sino en el sentido de recomendar, a través del progresismo médico, la práctica de una sexualidad limpia, sin riesgos, desinfectada y transparente. Con ello no quiero postular un viva la pepa sexual, dios nos libre, tras todo lo que hemos pasado (sufrido) en pos de la premisa de liberarnos, sino advertir (constatar, conferir) cómo se va dando un proceso de medicalización de la vida social. Esto no debe querer decir (confieso que no es fácil) estar contra los médicos ya que la medicina evidentemente desempeña, en el combate contra la amenaza morbosa, un papel central.
El pánico del Sida radicaliza un reflujo de la revolución sexual que ya se venía insinuando en tendencias como la minoritariamente desarrollada en los Estados Unidos que postulaban el retorno a la castidad. En verdad la saturación ya venía de antes. La saturación parece inherente al triunfo del movimiento homosexual en Occidente, al triunfo de la homosexualidad, que viene de un proceso bastante ajetreado y conocido que no hace falta repetir aquí. Recordemos que la homosexualidad es una criatura médica, y todo lo que se ha escrito sobre el pasaje del sodomita al perverso, del libertino al homosexual. Baste ver que la moderna homosexualidad es una figura relativamente reciente, que, puede decirse, y al enunciarlo se lo anuncia, ha vivido en un plano de cien años su gloria y su fin.
¿Qué pasa con la homosexual idad, si es que ella no vuelve a las catacu mbas de las que era tan necesario sacarla, para que resplandeciese en la provocación de su libertinaje de labios refulgentemente rojos? Ella simplemente se va diluyendo en la vida social, sin llamar más la atención de nadie, o casi nadie. Queda como una intriga más, como una trama relacional entre los posibles, que no despierta ya encono, pero tampoco admiración. Un sentimiento nada en especial, como algo que puede pasarle a cualquiera. Al tornarla completamente visible, la ofensiva de normalización (por más que estemos tratando de cambiar la terminología, más después de que Deleuze lanzó la noción de sociedades de control, como sustituyente de las sociedades de disciplina de que habla Foucault, no es fácil llamar de una manera muy diferente a tan profunda reorganización, o intento de reorganización de las prácticas sexuales, indicada sensiblemente por la introducción obligatoria del látex en la intimidad de las pasiones) ha conseguido retirar de la homosexualidad todo misterio, banalizarla por completo. No dan ganas, es cierto, de festejarlo, al fin y al cabo fue divertido, pero tampoco es cuestión de lamentarlo. Al final, la homosexualidad (su práctica) no ha sido una cosa tan maravillosa cuanto sus interesados apologistas proclamaran. No hay, en verdad, una homosexualidad, sino, como dirían Deleuze y Guattari, mil sexos, o por lo menos, hasta hace bien poco, dos grandes figuras de la homosexualidad masculina en Occidente. Una, de las locas genetianas, siempre coqueteando con el masoquismo y la pasión de abolición; otra, la de los gays a la moda norteamericana, de erguidos bigotitos hirsutos, desplomándose en su condición de paradigma individualista en el más abyecto tedio (un reemplazo del matrimonio normal que consigue la proeza de ser más aburrido que éste). Me arriesgaría a postular que la reacción de gran parte de los homosexuales frente a las campañas de prevención está siendo la de dejar de tener relaciones sexuales en general, más que la de proceder a una sustitución radical de las antiguas prácticas por otras nuevas "seguras", o sea con forro.
La homosexualidad se vacía de adentro hacia afuera, como un forro. No es que ella haya sido derrotada por la represión que con tanta violencia se le vino encima (sobre todo entre las décadas del 30 y del 50, y, en el caso de Cuba, todavía ahora se la persigue: una forma torturante de que conserve actualidad y alguna frescura). No: el movimiento homosexual triunfó ampliamente, y está muy bien que así haya sido, en el reconocimiento (no exento de humores intempestivos o tortuosos) del derecho a la diferencia sexual, gran bandera de la libidinosa lidia de nuestro tiempo. Reconozcámoslo y pasemos a otra cosa. Ya el movimiento de las locas (no sólo político, sino también de ocupación de territorios: un verdadero Movimiento al Centro) empezó a vaciarse cuando las locas se fueron volviendo menos locas y tiesos los bozos, a integrarse: la vasta maroma que fundía a los amantes de lo idéntico con las heteróclitas, delirantes (y peligrosas) marginalidades, comenzó a rajarse a medida que los manflorones ganaron terreno en la escena social. El episodio del Sid a es el golpe de gracia, porque cambia completamente las líneas de alianza, las divisorias de aguas, las fronteras. Hay sí discriminación y exclusión con respecto a los enfermos del Sida, pero ellos –recuérdese– no son solamente maricones. Ese estigma tiene más que ver, parece, con el escándalo de la muerte y su cercanía en una sociedad altamente medicalizada. Su promoción aterroriza y sirve para terminar de limpiar de una vez por todas los antiguos poros tumefactos y purulentos que la perversión sexual ocupaba, en los cuales reía con la risa de los Divine (la loca de "Nuestra Señora de las Flores", la inmensa travesti norteamericana). Asimismo, con la llegada de la visitante inesperada (así se llama la última pieza de Copi), los antiguos vínculos de socialidad, ya resquebrajados por la quiebra de los lazos marginales de que hablábamos, terminan de hacer agua y de venirse abajo. Es que con el Sida cambian las coordenadas de la solidaridad, que dejan de ser internas a los entendidos, como sucedía cuando la persecución, para pasarle por encima al sector homosexual y desbo rd arlo por tod as partes . Así, se nota que son de un modo general las mujeres (las mujeres maduras) las que se solidarizan con los sidosos, mientras que sus colegas de salón huyen aterrados.
Toda esa promoción pública de la homosexualidad, que ahora, por abundante y pesada, toca fondo, no ha sido en vano. Ha dispersado las concentraciones paranoicas en torno de la identidad sexual, trayendo la remanida discusión sobre la identidad a los salones de ver TV, hasta que todos se dieran cuenta de su idiotez de base; al hacerlo, ha acabado favoreciendo cierto modelo de androginia que no pasa necesariamente por la práctica sexual. Dicho de otra manera: las locas fueron las primeras en usar arito; ahora se puede usar arito sin dejar de ser macho. Aunque ser macho ya no signifique mucho. De últimas, la desaparición de la homosexualidad no detiene el devenir mujer que el feminismo (otro fósil en extinción) inaugurara, lo consolida y asienta, más que radicalizarlo, y lima romando sus aristas puntiagudas.
Ahora, la saturación (por supuración) de esta trasegada vía de escape intensivo que significó, a pesar de todo, la homosexualidad, con su reguero de víctimas y sus jueguitos de desafiar a la muerte (pensemos en la pieza de Copi, víctima de Sida, Les Escaliers de lçotre Dame: una cohorte de travestis, chulos, malandras y policías juegan a desafiar a la muerte en las escalinatas de la catedral, que hace de fondo lejano; desafio que la llegada de la muerte masiva ha vuelto innecesario, entre macabro y ridículo), favorece que se busquen otras formas de reverberación intensiva, entre las que se debe considerar la actual promoción expansiva de la mística y las místicas, como manera de vivir un éxtasis ascendente, en un momento en que el éxtasis de la sexualidad se vuelve, con el Sida, redondamente descendente.
Con la desaparición de la homosexualidad masculina (la femenina, bien valga aclararlo, continúa en cierto modo su crecimiento y extensión, pero en un sentido al parecer más de corporación de mujeres que de desbarajuste dionisíaco), la sexualidad en general pasa a tornarse cada vez menos interesante. Un siglo de joda ha terminado por hartarnos. No es casual que la droga (aunque sean sus peores usos) ocupe crecientemente el centro de las atenciones mundiales. Mal que mal, la droga (o por lo menos ciertas drogas, los llamados alucinógenos) acerca al éxtasis y llama, mal que les pese a los cirqueros históricos, a algún tipo de ritualización que la explosión de los cuerpos en libertinaje desvergonzado nunca se propuso (aunque ya una heroína sadiana avisaba: "Hasta la perversión exige cierto orden").
Abandonamos el cuerpo personal. Se trata ahora de salir de sí.

publicado en El Porterño nº 119, en noviembre de 1991.
(fotos: R. Mapplethorpe)

Matan a un marica - Perlongher


Lo primero que se ven son cuerpos: cuerpos charolados por el revoleo de una mirada que los unta; cuerpos como películas de tul donde se inscribe la corrida temblorosa de un guiño; la hiedra viboresca de cuerpos enredados (drapeado en erección) al poste de una esquina; cuerpos fijos los unos, en su dureza marmoleante donde se tensa, preámbulo de jaba, jadeo en jade, la cuerda certera de una flecha; cuerpos erráticos los otros, festoneando el charol aceitoso con rieles en almíbar caricias arañescas que se yerguen al borde de la vereda pisoteada.
Cuerpos que del acecho del deseo pasan, después, al rigor mortis. En enjambre de sábanas deshechas las ruinas truculentas de la fiesta, de lo festivo en devenir funesto: cogotes donde las huellas de los dedos se han demasiado fuertemente impreso, torsos descoyuntados a bastonazos, lamparones azules en la cuenca del ojo, labios partidos a que una toalla hace de glotis, agujeros de balas, barrosas marcas de botas en las nalgas.
Transformación, entonces, de un estado de cuerpos. ¿Cómo se pasa de una orilla a la otra? ¿Cómo puede el deseo desafiar (y acaso provocar) la muerte? ¿Cómo, en la turbulencia de la deriva por la noche, aparece la trompada adonde se la quiso –sin restarle potencia ni espamento– tomar caricia? ¿Cómo el taladro del goce –al que se lo prevé desgarrando en la fricción los nidos (nudosos) del banlon– realiza, en un fatal exceso, su mitología perforante? Volutas y voluptas: una multiplicidad de perspectivas reclaman ser movilizadas para asomarse a la oscura circunstancia en que el encuentro entre la loca y el macho deviene fatal.
"Homosexual asesinado en Quilmes". De vez en cuando, noticias de la muerte violenta de las locas ganan, con macabro regodeo, pringan de lama o bleque los titulares sensacionalistas, compitiendo en fervor, en columna cercana, con las cifras de las bajas del Sida. Ambas muertes se tiñen, al fin, de una tonalidad común. Lo que las impregna parece ser cierto eco de sacrificio, de ritual expiratorio. La matanza de un puto se beneficiaría, secreto regocijo, de una ironía refranera: "el que roba a un ladrón..."
Pocos meses atrás, una ola de asesinatos de homosexuales recorrió el Brasil. Entre noviembre del 87 y febrero de este año, una veintena de víctimas, un verano caliente. Quiso la fatalidad que los muertos se reclutaran entre personalidades conocidas ("Zas, la loca era famosa", prorrumpió un comisario ante el hallazgo de un cadáver en bombacha): un director de teatro, algunos periodistas, modistas, peluqueros... No bastaba, al parecer, el Sida con su campaña altisonante –una verdadera promoción de hades. Era necesario recurrir a métodos más contundentes. Así, ametrallamiento de travestis en las callejas turbias de San Pablo, achacado fabulosamente por portavoces policiales a un paciente de Sida deseoso de venganza –pero de inequívocos rasgos paramilitares. Del mismo modo que la muerte de los homosexuales se liga, en el actual contexto, casi ineludiblemente al Sida, la represión policial se asocia, en la producción de esos cadáveres exquisitos, a lo que los ideólogos liberacionistas del 60 llamaban homofobia: una fornida fobia a la homosexualidad dispersa en el cuerpo social. Se mezclan las cartas, sale culo, sobreviene la descarga.
Lejos de ser algo exclusivo de las veredas tropicales, la sangre de las locas suele salpicar también los adoquines sureños. Se recordará la serie de ejecuciones desatadas cuando los estertores de la última dictadura, a la luz odiosa del perdido fiord. O, asimismo, el ametrallamiento de los travestis que exhibían, en la Panamericana la audacia de sus blonduras. En ambos casos, se impone la pregunta: ¿se trata, en verdad, de conspiraciones de inspiración fascista (estilo Escuadrón de la Muerte o Triple A)? ¿O, más bien, de cierto clima de terror contagioso que tensa hacia la muerte los ya tensos enlaces del submundo ("cuando uno mata, matan todos", condenó un taxiboy durante la ola de crímenes porteños)?
En un librito recientemente publicado en San Pablo, El pecado de Adán, dos jóvenes periodistas, Vinciguerra y Maia, se aventuran con argucia por los entretelones del ghetto, investigando las relaciones entre los asesinos y sus víctimas. Si bien algunos de los homicidas eran policías o soldados –y varios de los crímenes citaban, en su metodología (manos atadas a la espalda, bocas entoalladas, emasculaciones o inscripciones en la carne, a la manera de la máquina kafkiana), el estilo de los Escuadrones de la Muerte (comandos parapoliciales de exterminio de lúmpenes y de intervención en las guerras del hampa)–, ninguna conspiración, ningún plan organizado, sino a lo sumo una ligera cita, la referencia al sacrificio justiciero. ¿De qué justicia, en este caso, trátase?
Primero, ¿de qué se habla cuando se habla de violencia? Más allá de la indignación de los robos –que no llega a compensar, con todo, el no tan secreto regocijo de los más–, no resulta fructífero pensar la violencia en tanto tal, como hecho en sí. La violencia –dice Deleuze hablando de Foucault– "expresa perfectamente el efecto de una fuerza sobre algo, objeto o ser. Pero no expresa la relación de poder, es decir, la relación de la fuerza con la fuerza". ¿De qué fuerzas, en el caso de la violencia antihomosexual, se trata? Dicho de otra manera: ¿cuáles son las fuerzas en choque, cuál el campo de fuerzas que afecta su entrechoque?
Para decirlo rápido, estas fuerzas convergen en el ano; todo un problema con la analidad. La privatización del ano, se diría siguiendo al Antiedipo, es un paso esencial para instaurar el poder de la cabeza (logo-ego-céntrico) sobre el cuerpo: "sólo el espíritu es capaz de cagar". Con el bloqueo y la permanente obsesión de limpieza (toqueteo algodonoso) del esfínter, la flatulencia orgánica sublímase, ya etérea. Si una sociedad masculina es –como quería el Freud de Psicologia de las Masas– libidinalmente homosexual, la contención del flujo (limo azul) que amenaza estallar las máscaras sociales dependerá, en buena parte, del vigor de las cachas. Irse a la mierda o irse en mierda, parece ser el máximo peligro, el bochorno sin vuelta (el no llegar a tiempo a la chata desencadena, en El Fiord de Osvaldo Lamborghini, la violencia del Loco Autoritario; Bataille, por su parte, veía en la incontinencia de las tripas el retorno orgánico de la animalidad). Controlar el esfínter marca, entonces, algo así como un "punto de subjetivación": centralidad del ano en la constitución del sujetado continente.
Cierta organización del organismo, jerárquica e histórica, destina el ano a la exclusiva función de la excreción –y no al goce. La obsesión occidental por los usos del culo tiene olor a quemado; recuérdese el sacrificio (¿previo empalamiento?) de los sodomitas descubiertos por el ojo de Dios. Si el progresivo desplazamiento de la Teología a la Medicina como ciencia y verdad de los cuerpos ha de modificar el tratamiento, pasando por ejemplo del fuego a la inyección, no por desinfectante la histeria de sutura amenguará el picor de su insistencia, envuelta en fino, transparente látex. Así, si los argumentos sesentaochescos de Hocquenghem en Le Desir Homosexual que entendían la incansable persecución a los homosexuales a través de un trasluz esfinterial ("Los homosexuales son los únicos que hacen un uso libidinal constante del ano"), parecían, a juzgar por la inflación orgiástica del gay liberation y sus "verdaderos laboratorios de experimentación sexual" (Foucault), haber perdido, a costa del relajo, el rigor de su vigencia, el fantasma del Sida habrá, en los días de hoy, de actualizar el miedo ancestral a la mixtura mucosa, al contacto del semen con la mierda, de la perla gomosa de la vida con la abyección fecal. De reactualizar, en una palabra, el problema del culo.
"Para un gorila / no hay nada mejor / que romperle el culo / con todo mi amor": "romper el culo". O, en su defecto, "dejarse tocar el culo": la grosería chongueril –andando siempre "con el culo en la boca": si cuando digo la palabra carro, un carro pasa por mi boca, al decir culo... –insiste en posar en las asentaderas el punto de toque del escándalo (...yo no diría del deseo...) Insistencia en el chiste pesado, cuya concreción, en la "llanura del chiste" lamborghiana, desata la violencia (irresistible contar el argumento de "La Causa Justa": dos compañeros de oficina se la pasan todo el día diciéndose : "Si fuera puto, me la meterías hasta el fondo"; "si fueras puto, te acabaría en la garganta", y otras lindezas por el estilo hasta que un japonés, que nada entiende sino literalmente, presentifica, recurriendo a la piña y al cuchillo, el subjuntivo).
La producción de intensidades, afirman Deleuze y Guattari en Mil Mesetas, desafía, mina, perturba, la organización del organismo, la distribución jerárquica de los órganos en el organigrama anatómico de la mirada médica. Si a alguien se le escapa un pedo, ¿en qué medida ese aroma huele a una fuga del deseo? Si el deseo se fuga , construyendo su propio plano de consistencia, es en el plano de los cuerpos, en el estado de cuerpos del socius, que habrán de verse molecularmente las vicisitudes de esa fuga.
Resumiendo, la persecusión a la homosexualidad escribe un tratado (de higiene, de buenas maneras, de manieras) sobre los cuerpos; sujetar el culo es, de alguna manera, sujetar el sujeto a la civilización, diría Bataille, a la "humanización". Retener, contener. Y si esta obsesión anal, liga o ligamen en el lingam, pareció ante el avance de la nueva "identidad" homosexual, disiparse, es porque esta última modalidad de subjetivación desplaza hacia una relación "persona a persona" (gay/gay) lo que es, en las pasiones marginales de la loca y el chongo, del sexo vagabundo en los baldíos, básicamente una relación "órgano a órgano": pene/culo, ano/boca, lengua/ verga, según una dinámica del encaje; esto entra aquí, esto se encaja allí... La homosexualidad, condensa Hocquenghem, es siempre anal. Puto de mierda.
En el orondo deambuleo de las maricas a la sombra de los erguidos pinos, mirando con el culo –ojo de Gabes el anillo de bronce–, escrutando la pica en Flandes glandulosos, se modula, en el paso tembloroso, en la pestaña que cautiva, hilo de baba, la culebra, el collar de una cuenta a pura pérdida. Perdición del perderse: en el salir, sin ton ni son, al centro, al centro de la noche, a la noche del centro; en el andar canyengue por los descampados de extramuros; en el agazaparse –astucia de la hidra o de la hiedra– en el lamé de orín de las "teteras"; en la felina furtividad abriendo transversales de deseo en la marcha anodina de la multitud facsimilizada; si toda esa deriva del deseo, esa errancia sexual, toma la forma de la caza, es que esconde, como cualquier jungla que se precie, sus peligros fatales. Es a ese peligro, a ese abismo de horror ("Paciencia, culo y terror nunca me faltaron", enuncia el Sebregondi Retrocede), a ese goce del éxtasis –salir: salir de sí– estremecido, para mayor reverberancia y refulgor, por la adyacencia de la sordidez, por la tensión extrema, presente de la muerte, que el deambuleo homosexual (¡curiosa seducción!) el yiro o giro, se dirige de plano –aunque diga que no, aunque recule: si retrocede, llega– y desafia, con orgullo de rabo, penacho y plumero.
Busquemos un ejemplo alejado del frenesí de neón del yiro furioso: El lugar sin Límites, de Donoso. En un polvoso burdel chileno, la loca (la Manuela) se deja seducir, aún a sabiendas de su peligrosidad, por un chongo camionero, para el cual, tras intentar rehuirle, se pone su mejor vestido rojo, cuyos volados le hacen, por ensuciar irresistiblemente con su mucílago el bozo del macho, de corona y sudario. El deseo desafia –por pura intensidad– la muerte; es derrotado.
Más acá de este extremo –constante como fijo– de la ejecución final, la tentación de abismo no deja de impulsar –sus revoleos, sus ondulaciones– la nómade itinerancia de las locas. ¿No habrá algo de "salir de sí" en ese "salir a vagar por ahí", a lo que venga? La transición –imposición especular de la ley– intercepta esta fuga peregrina, y la hace aparecer como negación de aquello de que huye, disuelve (o maquilla) la afirmación intensiva de la fuga haciéndola pasar por un mero reverso de la ley. Estamos cerca y lejos de Bataille: cerca, porque en él la ley esplende como instauradora de la transgresión; lejos, porque el "desorden organizado" que la ruptura inaugura no se termina de encajar, con sus vibraciones pasionales, su pérdida en el gasto de la joya en el limo, en algún supuesto reverso de la ley –con relación a la cual afirma la diferencia de un funcionamiento irreductible.
No por ser fugas las vicisitudes de los impulsos nómades tienen que ser románticas, sino más bien lo contrario: la fuga de la normalidad (ruptura en acto con la disciplina familiar, escolar, laboral, en el caso de lúmpenes y prostitutos; quiebra de los ordenamientos corporales y, en ocasiones, incluso personológicos, etc.) abre un campo minado de peligros. Veamos el caso de los taxiboys (michés en el Brasil), practicantes de la prostitución viril, que elevan el artificio de una postura hipermasculina como certificado de chonguez, siendo esa recusa a la "asunción homosexual" demandada, por otra parte, por los clientes pederastas, que buscan precisamente jóvenes que no sean homosexuales. Entre michés, taxiboys, hustlers de Norteamérica, chaperos de España, tapins de Francia y toda la gama de vividores, lúmpenes, desterrados, fugados o simplemente confundidos, pasajeros en tránsito por las delicias del infierno, suelen reclutarse los propios ejecutores de maricas. Es como si el empeño en mantener el peso de una representación tan poderosa –el centro del machismo descansando en el miembro de un fresco adolescente–, se grabase –a la manera más del tajo de Lamborghini que del tatuaje de Sarduy– con tanta profundidad en los cuerpos, que les ritmase el movimiento. Así, Genet opone –observa Sartre–la dura rigidez del cuerpo del chongo, a la fragorosa seda de la loca: "La misma turgencia que siente el macho como el endurecimiento agresivo de su músculo, la sentirá Genet como la abertura de una flor".
El maquillado virilismo que el chonguito despliega en un campeonato de astucias libidinosas –la inflexión de la curva de la nalga, la cuidada inflación de la entrepierna, la voz que sale de los huevos..., toda esa disposición de la superficie intensiva en tanto película sensible, estaría, por así decir, "antes", o más acá, de los procedimientos de sobrecodificación que, en su nombre, se internan y funcionan. Si ese rigor marmóreo, tenso, de los músculos del chulo, es proclive a favorecer –el suave desliz de una mano en lo alto del muslo hacia las hondonadas de la sagrada gruta, o un abrazo demasiado afectuoso, o el asomo de un cierto amor...– eclosiones microfascistas, ataques a sus clientes y proveedores en los que el afán de confiscación expropiatoria no alcanza a justificar las voluptuosidades de crueldad, también se puede pensar que el microfascismo está contenido en cada gesto, en cada detalle de la mampostería masculina "normal" –de cuyo simulacro los michés extraen, para impulsarla suelta por las orgías sucesivas del mundo de la noche, una calidad libidinal, habitualmente oculta en el figurín sedentario de los adultos heteros. Machismo-Fascismo, rezaba una vieja consigna del minúsculo Frente de Liberación Homosexual. Tal vez en el gesto militar del macho está ya indicado el fascismo de las cabezas. Y al matar a una loca se asesine a un devenir mujer del hombre.

Se publicó originalmente en la revista Fin de Siglo nº 16, en octubre de 1988

lunes, 11 de mayo de 2009

Retóricas del género. Políticas de identidad, performance, performatividad y prótesis.

http://www.uia.es/artpen/estetica/estetica01/frame.html
INTRODUCCIÓN
Durante la década de los noventa, diversas autoras feministas y lesbianas, como Judith Butler o Sue-Ellen Case, proponen una definición del género en términos de performance en reacción tanto a la afirmación del feminismo esencialista de una verdad natural o pre-discursiva de la diferencia sexual como a la imposición normativa de ciertas formas de masculinidad y feminidad. Más tarde, la propia Butler y Eve K. Sedgwick, caracterizarán la identidad de género como el resultado de la "repetición de invocaciones performativas de la ley heterosexual". Esta doble intervención crítica que podría caracterizarse como "giro performativo" ha dado lugar a nuevas interpretaciones de las representaciones de género y de la sexualidad, tanto en el espacio estético como político. Este seminario-taller pretende trazar una genealogía de las retóricas del género que permita explicar cómo la noción artística y teatral de "performance" llega a ser utilizada en los noventa por la "teoría queer" para desnaturalizar la diferencia sexual. ¿Cuáles son los lazos entre estética y política en las performances de género? ¿Puede considerarse la identidad sexual como un "producto de diseño" performativo? ¿Cómo intervenir en la producción de esta identidad performativa?
RESUMEN DE LA SESIONES DE TRABAJO (I) BEATRIZ PRECIADO

¿De qué hablamos cuando hablamos de género?


Para explicar y contextualizar el profundo "giro performativo" que ha supuesto este cambio en la noción de género, Beatriz Preciado analizó durante la primera jornada de este seminario la transformación histórica que ha experimentado el concepto de sexualidad. "El sentido del título de este curso, señaló Beatriz Preciado, hace referencia a la multiplicidad de caminos y discursos teóricos (retóricas) que han contribuido a pensar y reflexionar sobre el género". El feminismo clásico y esencialista (una de esas retóricas) se estructura a partir de una especie de ontología biológica de la diferencia sexual que defiende la existencia de una línea de continuidad entre tres nociones diferenciadas: sexo, género y orientación sexual. Desde esta perspectiva teórica, el sexo sería algo natural, un imperativo biológico que se identifica con los genitales, mientras la diferencia de género derivaría de una construcción social y simbólica vinculada a un proceso dialéctico de dominación y opresión (en el que los opresores serían los hombres y las oprimidas las mujeres). Beatriz Preciado considera que esa visión no se puede entender al margen del periodo histórico y de la tradición teórica y científica en la que se gesta.
En su intento de aproximación analítica al concepto de género, Preciado recurre a la tipología de Foucault que establece una diferencia histórica entre sociedades soberanas, disciplinarias y de control. Según Foulcault en las sociedades soberanas (hasta el SXVIII) hay una equivalencia jurídico-simbólica entre el crimen y el castigo, y el poder (un poder negativo puesto que sólo puede decidir de la muerte) se articula en torno a la figura de un soberano único que decide sobre la muerte de sus súbditos. Por el contrario, en las sociedades disciplinarias y de control, el poder depende de la capacidad de producir la vida (demografía, políticas de control de la reproducción,...), no en darla o quitarla, el soberano se transforma en una instancia colectiva y desaparece la equivalencia directa entre la falta y el castigo. En estas sociedades que tienen su origen en la revolución francesa, hay una dinámica institucional de corrección y regulación sistemática de los espacios (por ejemplo, la prisión, el hospital, la escuela, la caserna militar, etc.), cuyo objetivo es la regulación del cuerpo y la transformación de los hábitos de conducta.
Según Beatriz Preciado se puede realizar una correspondencia entre estas formas de división del poder y un análisis histórico de los regímenes de producción de la sexualidad en la civilización occidental. En este sentido Preciado considera que se podría hablar de una sexualidad premoderna, moderna y posmoderna. Las fronteras entre los distintos periodos de esta historia de la sexualidad son difusas, aunque para la autora de Manifiesto contrasexual sí existen algunos puntos de inflexión (marcados por una serie de "fechas-fetiches") en los que se producen cambios muy significativos que determinan la transformación de las identidades de género.
En este sentido, Thomas Laqueur señala en su libro Making sex que hasta el siglo XVII existía un sólo sexo, el masculino, con una variable débil y decadente que se asociaría a la feminidad. Esta certeza era fruto de los estudios médicos de la época que creían en la existencia de una especie de órgano sexual universal que se representaba en forma U (derivando en masculino si estaba para afuera y en femenino si se encontraba hacia adentro). Posteriormente apareció un nuevo régimen visual de la sexualidad, un nuevo paradigma epistemológico, para el que los órganos genitales constituían el elemento clave de la diferencia sexual. "Hasta entonces, recuerda Beatriz Preciado, el criterio que determinaba la feminidad o la masculinidad de una persona era la capacidad reproductiva y no se consideraba importante la morfología de los genitales". La diferencia sexual y la diferencia entre homosexualidad y heterosexualidad son regímenes de representación de la sexualidad relativamente recientes. No es hasta el siglo XVII cuando la representación médica de la anatomía sexual produce la diferencia sexual entre lo masculino y lo femenino. Del mismo modo que no es hasta finales del siglo XIX, cuando diversos estudios asociados a la ciencia médica fijaron por primera vez la distinción lingüística y conceptual entre homosexualidad y heterosexualidad, entre perversión sexual y normalidad. Los "sujetos sexuales" aparecen así como una invención moderna que comenzará a cuestionarse hacia mediados de 1950.
A mediados del siglo XX, comenzó a gestarse una noción de la sexulidad que ponía en duda la relación causal entre sexo y género, esto es, que cuestionaba la idea de que el sexo es una instancia biológica predeterminada y fija que sirve como base estable sobre la que se asienta la construcción cultural de la diferencia de género. Según Beatriz Preciado, si extendemos los análisis del poder y la sexualidad de Foucault al siglo XX, podemos señalar un punto de inflexión fundamental (otra fecha-fetiche) en torno a 1953, coincidiendo con la aparición pública de Christine Jorgensen, la primera transexual mediática estadounidense. Ese año, John Money, un pediatra norteamericano especializado en el tratamiento de niños con problemas de indeterminación de la morfología sexual, utilizó por primera vez la noción de género (palabra castellana que deriva del término anglosajón gender) para referirse a la posibilidad quirúrgica y hormonal de transformar los órganos genitales durante los primeros 18 meses de vida. "Esto suponía un cuestionamiento absoluto, subrayó Beatriz Preciado, del régimen sexual bipolar de la modernidad, de la epistemología visual sobre la que se había construido el conocimiento de la sexualidad". Además para Preciado es muy significativo el hecho de que el concepto de género no apareció en el ámbito de los estudios sociológicos y humanistas, sino asociado a la medicina y a las tecnologías de intervención de la sexualidad.
John Money justificaba estas intervenciones quirúrgicas en los bebés con problemas de indeterminación sexual como el único medio para posibilitar su adaptación a la vida familiar y a la lógica productiva de la sociedad. Lo llamativo es que esta práctica (que supuso la aplicación artificial y cruel de un proceso de selección sexual de corte darwinista) sólo comienza a ponerse en cuestión hacia finales de los años 90 cuando se constituyeron las primeras asociaciones de intersexuales en los EE.UU que exigían poder acceder a sus historiales médicos y reclamaban el derecho de todo cuerpo a elegir las transformaciones que se lleven a cabo sobre su morfología genital. Para Preciado este hecho ilustra como los dispositivos institucionales de poder de la modernidad (desde la medicina al sistema educativo, pasando por las instituciones jurídicas o la industria cultural) han trabajado unánimemente en la construcción de un régimen específico de construcción de la diferencia sexual y de género. Un régimen en el que la normalidad (lo natural) estaría representado por lo masculino y lo femenino, mientras otras identidades sexuales (transgéneros, transexuales, discapacitados,...) no serían más que la excepción, el error o el fallo, monstruoso que confirma la regla.

Las teorías y prácticas queers
"Las teorías queers, subrayó Beatriz Preciado, ponen en cuestión la distinción clásica entre sexo y género, haciendo hincapié en el hecho de que la noción de género apareció en el contexto del discurso médico como un término que hacía referencia a las tecnologías de intervención y modificación de los órganos genitales y cuyo único objetivo era llevar a cabo un proceso de normalización sexual". Para Preciado es necesario y urgente desde un punto de vista político re-pensar el auténtico sentido de la dicotomía sexo-género (presentada convencionalmente como una relación natural), y entender dicha dicotomía como el resultado de aplicar un conjunto de dispositivos políticos e ideológicos. La sexualidad no sería algo biológico, sino una construcción social, una tecnología, y sólo trascendiendo la dicotomía entre sexo y género se puede articular un discurso y una acción política que rompa con la labor normalizadora y mutiladora de la diferencia sexual.
Queer en sentido literal significa maricón, bollera, aunque por extensión designa todo lo que sexualmente no es normativo (desde l@s trabajador@s sexuales a los sadomasoquistas). El movimiento queer apareció a principios de los 90 en el seno de la comunidad gay y lesbiana de los EE.UU. En ese contexto, una minoría (no en su connotación cuantitativa, sino en el sentido que este término adquiere en el pensamiento de Gilles Deleuze como potencial revolucionario frente a la norma institucionalizada) decidió autodenominarse con este término despectivo para diferenciarse (establecer una distancia política) de las iniciativas que buscaban la construcción de una identidad estable (una normalización) para los gays y lesbianas. "Unas iniciativas, recordó Beatriz Preciado, que con frecuencia se olvidan del resto de las variantes posibles de la sexualidad y terminan limitando su lucha a la obtención de derechos y privilegios".
La cultura queer (que engloba a grupos como Queer Nation, Radical Furies o the Lesbian Avangers) plantea una posición crítica con respecto a los efectos normativos de toda formación identitaria, no sólo la sexual sino también las referidas a la raza o a la clase. Así, frente a los análisis feministas clásicos y de los grupos de gays y lesbianas más liberales que aplican un enfoque dialéctico para valorar la opresión, las teorías queers consideran como su objetivo prioritario llevar a cabo un acercamiento transversal a los dispositivos sociales de sumisión y dominio.
Se trata de un movimiento postidentitario, pero que ante una situación de opresión concreta decide poner en marcha estrategias hiperidentitarias que hagan visible la posición de ciertas minorías. "Pero siempre, señaló Beatriz Preciado, desde la conciencia de que la configuración de esa hiperidentidad no es fruto de un proceso natural sino algo construido que además puede generar exclusión". Es decir, las teorías queers deben enfrentarse y resolver ciertas paradojas ya que al mismo tiempo que reivindican una identidad propia, critican la supuesta naturalidad de las identidades. Por ello no tratan de crear espacios de dualidad y dicotomía (en los que el enemigo y el objetivo a alcanzar está claro) sino de aplicar un análisis transversal y cruzado que complica mucho las estrategias políticas a desarrollar pero dotan a su acción discursiva de una gran complejidad teórica y de un enorme potencial subversivo.
Según Beatriz Preciado el movimiento queer converge con el postfeminismo al implicar una revisión crítica de las luchas feministas. Frente al feminismo liberal, heterosexual y de clase media que busca la igualdad del sujeto político mujer con el sujeto político hombre (la normalización), el postfeminismo incorpora otros elementos identitarios como las reivindicaciones de clase y raza. Frente al feminismo de la diferencia que ya integra la noción de cuerpo pero define a la mujer en clave esencialista (y habla de una identidad femenina natural con una serie de rasgos intrínsecos: instinto maternal, sensibilidad,...), el postfeminismo concibe el cuerpo (y no sólo el cuerpo de la mujer) como el efecto de un conjunto de tecnologías sexuales.
Pero las teorías y prácticas queers no representan un movimiento de emancipación que pide la adquisición de derechos en vías de un reconocimiento social y de un progreso económico (principal y casi única reivindicación de muchos movimientos feministas y de homosexuales), sino que plantean una contestación integral de la categoría de sujeto de la modernidad. "Por ello, subrayó Beatriz Preciado, para la teoría queer es necesario no asumir los discursos/dispositivos de poder de la hegemonía". Por el contrario, debe intentar reapropiarse de nociones abyectas (como el propio nombre que designa al movimiento) que no pueden ser asimiladas con rapidez por el sistema capitalista.

Perfomances de género en el feminismo radical de los años 70
A partir de los trabajos de Teresa de Lauretis, Judith Butler o Eve K. Sedgwick, las teorías queers cuestionan la idea de un sujeto político mujer (y de un sujeto político homosexual) para poner el acento en la idea de subjetividad performativa. En El género en disputa, Butler utiliza la noción de performance para desnaturalizar el género y mostrar que el sexo es un efecto performativo (realizativo en una traducción más literal) de los discursos de la modernidad (desde la medicina a la institución educativa). Es decir, la noción de performance adoptada por la teoría queer cuestiona el origen biológico de la diferencia sexual.
Según Beatriz Preciado los antecedentes de la apropiación del concepto de performance para explicar, re-pensar y parodiar la identidad de género hay que buscarlo tanto en las primeras apariciones de las Drag Queens como en las intervenciones en los espacios públicos a través del cuerpo de una serie de grupos feministas radicales norteamericanos de la década de los 70. Algunas de estas intervenciones están recogidas en el filme Not for sale de Laura Cottingham (proyectado durante la primera y quinta jornada del seminario), un documental que se acerca al arte feminista y lesbiano de los EE.UU con imágenes de propuestas de colectivos como Woman House Project y artistas como Adrian Piper, Nancy Buchanam, Ana Mendieta o Martha Rosler.
Hay dos técnicas fundamentales en el discurso estético-político de este grupo de artistas feministas:
- Las performances del cuerpo que se conciben como un medio para llevar a la práctica el eslogan "lo privado es político". Para estas creadoras, el cuerpo y la experiencia personal es el espacio político por excelencia, por ello sus performances no tienen como objetivo producir una representación para que el espectador la vea de forma pasiva, sino generar una "experiencia" que posibilite la transformación social y personal, una experiencia que el feminismo de los años 70 concibe como un proceso de aprendizaje, un modo de producción de conocimiento que hace posible la acción política.
- La "toma de conciencia" como método de acción política que consiste en sacar al espacio público la palabra que hasta ese momento había quedado relegada al espacio privado (algo parecido a lo que quiso hacer el psicoanálisisa principios del siglo XX). En este sentido resultan muy significativas las propuestas de Sarachild que dotan a estas prácticas de un valor terapéutico y político. Son proyectos de carácter colectivo en el que grupos de mujeres se reunían haciendo circular la palabra unas veces sobre asuntos aparentemente banales otras relacionadas con la intimidad, o el cuerpo, mientras algunas de las participantes realizaban una teatralización de lo que se estaba contando. "Gracias a esta escenificación, indicó Beatriz Preciado, se producía una especie de liberación colectiva, una auténtica catarsis política cuyo objetivo era modificar las estructuras de conocimiento y de afecto. En definitiva, se trataba de producir un nuevo sujeto político".
Woman House Project surge de un grupo de trabajo que se formó en el Fresno College (California) en torno a Judith Chicago y Mryam Shapiro para luchar contra las implicaciones sexistas de los sistemas de producción, distribución y representación del arte. El contexto social y político de la época hizo posible que Judith Chicago y su grupo de trabajo pudiese disponer durante un breve periodo de tiempo (6 meses) de una casa con 16 habitaciones donde podían producir y exhibir arte sin ningún tipo de mediación ni control. A través de instalaciones (transformaron integralmente todas las habitaciones de la casa), sesiones de tomas de conciencia (las propuestas de Sarachild), performances que muestran el trabajo doméstico como un proceso de repetición regulado (por ejemplo, una escenificación de un planchado a tiempo real) o representaciones ritualizadas que releen la vida de la mujer en términos de espera pasiva (Waiting de Faith Wilding), estas artistas feministas articularon una profunda crítica de las estrategias de territorialización del género que asocian lo femenino con el espacio doméstico, privado, interior, cerrado y lo masculino con el espacio político, público, profesional, exterior.
Una de las performances del Woman House Project que mejor conecta con el análisis de género de la teoría queer es The Cunt and Cock Play en la que los órganos genitales representan por metonimia todo el cuerpo masculino y femenino a través de la escenificación de un desconcertante e irreverente diálogo entre una polla y un coño. "En esta performance, aseguró Beatriz Preciado, se lleva a cabo una deconstrucción no sólo del género sino también de la sexualidad al presentarla como un proceso de repetición regulado, lo que conecta directamente con los planteamientos de la teoría queer". En esta misma línea de politización del espacio doméstico se sitúan las propuestas de otras artistas estadounidenses de la época como Martha Rosler (su performance Semiotic of kitchen descoloca a los espectadores invirtiendo el uso aparentemente natural de una serie de útiles de cocina) o Ilene Segalove (su obra Advice from home pone de manifiesto la existencia de unos métodos y de un saber doméstico que atesoran las mujeres pero que socialmente no se valora como una fuente de conocimientos).

La feminidad como mascarada en la interpretación psicoanalítica de Joan Rivière
A partir de las reflexiones de Ernest Jones sobre la sexualidad femenina, Joan Rivière, una de las primeras mujeres que consiguió hacerse un hueco en los círculos académicos psicoanalíticos, publicó en 1929 un artículo (Womanliness as a Mascarade) en el que definía la feminidad como mascarada. E. Jones había establecido un esquema de desarrollo de la sexualidad femenina subdividido en dos grandes grupos - homosexual y heterosexual - a los que Jones añadía perplejamente varias formas intermedias. De esas formas intermedias había una que interesaba especialmente a Joan Riviére: la de aquellas mujeres que, pese a su orientación heterosexual, presentaban rasgos marcados de masculinidad (y a las que denominaba "mujeres intermedias"). "Un tipo de mujer hetero-masculina, puntualizó Beatriz Preciado, que rompía con la causalidad aparentemente natural que enlaza sexo, género y orientación sexual."
Para el psicoanálisis de aquella época, la diferencia entre desarrollar una orientación homosexual y heterosexual estaba determinada por el grado variable de la angustia. Tomando como referencia la idea de S. Ferenczi de que ciertos hombres homosexuales luchan contra su orientación exagerado su heterosexualidad, Rivière cree que estas mujeres intermedias utilizan la máscara de la feminidad para "alejar la angustia y evitar la venganza de los hombres". En este sentido se refiere a un tipo específico de mujer heterosexual que intenta abrirse camino en ámbitos académicos y profesionales (espacio público y político reservado a los hombres) y a la vez participa de los roles clásicos de la feminidad (buena ama de casa, esposa atenta, marcado instinto maternal,...). Y toma como ejemplo el caso de una paciente (donde podemos encontrar una evocación narrativa de su propia biografía) que debe utilizar el habla y la escritura (algo impropio de las mujeres de su época) en el desarrollo de su labor profesional. La angustia de esta paciente se manifestaba tras sus intervenciones en el espacio público y le llevaba a sentir un deseo de coquetear histéricamente con todos los hombres que podía (especialmente con aquellos que le recordaban a su padre).
Según Riviere esta paciente pertenecería al grupo de mujeres homosexuales, aunque no estuviera interesada por otras mujeres. Es decir, una mujer cuya orientación sexual sería la homosexualidad, pero no así sus prácticas sexuales. "Siempre teniendo en cuenta, aclaró Beatriz Preciado, que hasta mediados del siglo XX la homosexualidad se entendía como inversión de género y no como relación entre individuos del mismo sexo". Esta inversión le generaba a su paciente una terrible angustia (pues provocaba la censura del resto de los hombres) que sólo lograba sortear si utilizaba la feminidad como una máscara, como un disfraz que camuflara sus rasgos marcados de masculinidad y evitara las represalias de los hombres por haber entrado en su territorio (el ámbito público, el espacio político y de la palabra).
Esta noción de la feminidad como máscara formulada hace más de 70 años nos remite ya, como puso de manifiesto Butler, al concepto de performance, a la idea de que el género es una construcción cultural, una elaboración política y no algo natural. Pero Rivière y todo el aparato discursivo psicoanalítico posterior mantiene la dicotomía entre masculinidad y feminidad, otorgando a lo masculino un valor originario (natural) y subrayando de lo femenino su carácter de máscara. "La cultura queer, aseguró Beatriz Preciado, va mucho más allá, al plantear que no existe tal dicotomía, ni siquiera diferencia entre una feminidad/masculinidad verdadera y otra impostada, sino que toda identidad de género es una perfomance, una mascarada".

Performances de género y políticas del performativo: la aportación de la teoría queer
Una definición genérica de performance como proceso de repetición regulada (que abarca desde el ritual a la mascarada, pasando por el travestismo o las representaciones paródicas) permite asociar este concepto con la idea de performatividad como acto lingüístico y a su vez evitar la excesiva estetización que ha adquirido el término en el mundo del arte (donde se ha neutralizado su carga política). Las teorías queers, que nacen de un cruce metodológico y disciplinario, han explicado el género en términos de performance, una tesis que en los textos fundacionales de Judith Butler se desarrolla a partir del análisis de la cultura Drag Queen.
"Pero Judith Butler, indicó Beatriz Preciado, se basa exclusivamente en el análisis de las performances de la feminidad, y se apoya todavía en el discurso psicoanalítico que concebía la feminidad como mascarada y la masculinidad como algo natural". Para la autora de Manifiesto contrasexual las teorías queers deben articular una visión sobre el amor, el placer y la sexualidad completamente alternativa al psicoanálisis, una disciplina que surge de una cosmovisión burguesa y fundamentalmente colonial y que se sustenta sobre la noción del sujeto (masculino) de la modernidad. Según Beatriz Preciado, a partir de los años 60 se ha abierto un espacio político y social en el que los presupuestos psicoanáliticos no encajan.
Uno de los problemas de la teoría queer, al menos en su formulación butleriana, es que intenta conciliar dos planteamientos filosóficos distintos sobre el sujeto y el poder. Por un lado, los textos psicoanalíticos que describen el poder como censura, como instancia de represión, y ven la relación entre el sujeto y el discurso en términos dialécticos (planteando que existe un deseo que antecede al sujeto, una pulsión anterior al lenguaje y al discurso). Por otro lado, los análisis de Foucault sobre la sexualidad (que Preciado completaría y matizaría con las reflexiones de Monique Wittig y los trabajos de Deleuze y Guattari) en los que se concibe el sujeto como producto del discurso y el poder como producción.
En su libro The straight mind (1980) Monique Wittig, activista y ensayista lesbiana fallecida recientemente, definía el sexo y el género como una construcción y consideraba las actividades asociadas a lo femenino (la reproducción, el matrimonio, el cuidado de los hijos,...) como elementos de una cadena de producción social y demográfica destinada a la reproducción de la vida. Wittig calificaba la heterosexualidad no ya como una práctica sexual sino como un régimen político (un sistema de producción capitalista), un análisis que conecta con la noción foulcatiana de biopolítica. Para Wittig, que sustituye la dualidad dialéctica de la opresión hombre/mujer por la de hetersosexualidad/homosexualidad, "la mujer" no es una identidad natural, sino una categoría política que surge en el marco de un discurso heterocentrado. En este sentido la autora de The straight mind consideraba que las lesbianas no son mujeres, ya que no participan en el régimen político (productivo y reproductivo) de la heterosexualidad.
Desmarcándose de la dialéctica binaria de la opresión marxista y en continuidad con el pensamiento de Foucault y de su coetánea Monique Wittig, las teorías queers hablan de un poder productivo, transversal, complejo. "Frente a una estructura de dominación vertical y sin fisuras, puntualizó Beatriz Preciado, donde a un lado están los hombres y al otro las mujeres (o a un lado los poderosos y al otro los oprimidos), las teorías queers piensan que existe un sistema complejo que pone en marcha múltiples relaciones de poder y en el que, por tanto, es siempre posible intervenir, crear espacios de resistencia y desarrollar una lucha política".
En los textos teóricos queers es muy importante la reflexión sobre el sujeto de la enunciación. En la película Paris is burning (proyectada parcialmente durante la tercera jornada del seminario) el sujeto de la enunciación es Jeannie Livingstone, una persona blanca, judía, neoyorquina y de clase media-alta (lo que determina su mirada e interpretación de la realidad) que dirige un filme sobre transexuales, travestíes y trabajadoras sexuales de clase baja (en su mayoría chicanos, negros o white trash) participando (como autores o como espectadores) en actuaciones de Drag Queens. El filme presenta las performances de género de estas Drag Queens no como una mera representación escénica (para la que bastaría colocarse una peluca y un traje) sino como el resultado de un proceso de aprendizaje performativo muy determinado por una serie de condiciones personales, materiales y sociales.
"Pero lo interesante de Paris is burning, subrayó Beatriz Preciado, es que no sólo articula un sugerente análisis del género, sino que además lleva a cabo una exploración de las políticas de identidad en el mundo capitalista al mostrarnos los accesorios de las Drag Queens como productos de consumo que simbolizan todo un conjunto de roles económicos y políticos". Gracias a la creación de un espacio performativo donde se sienten respaldadas, estas drags marginales pueden acceder a la cultura y a los sistemas de representación consumistas a través de performances que les permiten realizar no sólo la performance de la feminidad, sino también la performance del hombre de negocios o del alumno de un colegio privado (identidades que no pueden o no han podido desempeñar por un conjunto de imposiciones políticas de género, clase y raza). En este sentido, las parodias de los habitantes del mundo paralelo del Ball Room de Paris is Burning, ponen de manifiesto la producción performativa no sólo del género, sino también de la clase y de la raza.
RESUMEN DE LA SESIONES DE TRABAJO (II) BEATRIZ PRECIADO
Estéticas Camp: performances pop y subculturas "butch-fem". ¿Repetición y trasgresión de géneros?


Los análisis de Judith Butler han contribuido a poner en cuestión que la relación entre sexo y género es algo natural (como ha establecido históricamente el discurso médico). Butler definirá esta relación entre sexo y género como performativa, y normalizada de acuerdo a reglas heterosexuales. Por ello, señala Butler, si las acciones de las Drag Queens suscitan risas o censuras es porque ponen de manifiesto los mecanismos performativos a través de los cuales se produce una relación estable (un proceso de repetición regulado) entre sexo y género.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con las estéticas camp? El término "camp", que significa afeminado en inglés clásico, se comenzó a utilizar a partir de los años 60 para referirse a la teatralización hiperbólica de la feminidad en la cultura gay, sobre todo en relación a una serie de prácticas performativas que adquirieron un carácter colectivo y político (drag queens, demostración pública de la homosexualidad,...). Estas prácticas tenían un enorme potencial subversivo al poner de manifiesto la artificiosidad de las diferencias de género y romper la frontera entre el ámbito cerrado de la representación escénica (o de la recreación doméstica) y el espacio público de la reivindicación política.
Coincidiendo con los primeros documentos sobre las prácticas Drag Queens (entre otros el documental The Queen de Andy Warhol) la escritora estadounidense Susan Sontag publicó en 1964 un influyente artículo sobre la cultura camp (Notas sobre el Camp) en el que redefine el término (que en su nueva acepción vendría a designar el amor/gusto hacia lo antinatural, artificioso y exagerado) y lo incorpora como criterio de análisis de la historia y la teoría del arte. Un gesto que, según Beatriz Preciado, implicó una excesiva estetización del concepto, descargándolo de su original potencialidad política. Para Sontag el camp es un conjunto de técnicas de resignificación - donde convergen la ironía, lo burlesco, el pastiche y la parodia - que simboliza la nueva sensibilidad posmoderna. La autora de ensayos como Sobre la fotografía o El sida y sus metáforas, vincula el camp con el pop, ya que ambos movimientos hacen un uso paródico de las representaciones y objetos de la cultura popular.
Frente a Sontag, Linda Hutcheon en Theory of Parody (1985) define la parodia como una manipulación intertextual de una multiplicidad de convenciones de estilos (por ejemplo, los códigos de masculinidad). En este sentido, podríamos decir que desde un punto de vista queer el género sería una convención de estilos y las prácticas camp (como las de la cultura butch-fem o del SM) su manipulación intertextual. Y si esa convención no existiera, la manipulación sería imposible (esto es, si el género no existiera no habría lugar para el camp). La teoría queer aplica estos presupuestos paródicos en su interpretación de la cultura butch-fem (prácticas lesbianas en las que una parte de la pareja es aparentemente femenina y la otra aparentemente masculina) que ha sido tradicionalmente deslegitimizada por el feminismo al considerar que suponía la repetición de normas heterosexuales. Según la teoría queer la cultura butch-fem entiende la masculinidad como una convención de estilos (habitualmente asociada al poder y la autoridad) que se puede citar, manipular, descontextualizar y deformar para provocar efectos no previstos.
Hutcheon frente a Sontag concibe el camp no sólo como una operación del gusto (como un criterio estético) sino como un complejo proceso de resignificación que a través de un mecanismo paródico transforma los códigos de género en el momento de su recepción (no en su producción). En un régimen heterosexual que produce los códigos dominantes de la masculinidad y la feminidad asignándole su estatuto de identidad sexual original (mientras el resto de las variantes sexuales como la homosexualidad serían consideradas sólo una imitación, una "mala copia"), la resignificación paródica que realiza la cultura camp supone el acceso a un cierto dispositivo de poder. Es decir, según Hutcheon, las prácticas camp pueden entenderse como un camino a través del cual los márgenes de la cultura sexual en un sistema heterocentrado (gays, lesbianas, transexuales, deformes, trabajadores del sexo,...) intervienen en los procesos de construcción y significación de las convenciones e identidades de género, introduciendo sus propios códigos en el momento de la recepción. "Y no hay que olvidar, subrayó Beatriz Preciado, que este proceso de resignificación tiene un enorme potencial subversivo".
Desde un punto de vista queer, Moe Meyer en su obra Poetics and politics of camp define el camp como el uso político de la performance, a diferencia del kitsch donde la parodia y la ironía están ya vaciadas de intencionalidad política. La noción de camp, por tanto, cuestionaría la relación excluyente entre política y arte que ha promovido el discurso de la modernidad, al considerar la representación estética como un mecanismo de producción política. Moe Meyer califica como camp todas aquellas prácticas de resignificación que desenmascaran la construcción normativa de las convenciones de género (entendidas siempre en relación a otros factores como la clase o la raza), desde las prácticas Drag Queens y Drag Kings a la cultura butch-fem.
Las culturas camp y queers entendidas como procesos de contestación política de minorías de gays, lesbianas y transgéneros a los mecanismos sociales de normalización de la identidad sexual (o en otras palabras, como movimientos que se oponen a la globalización normativa de las categorías de género y sexo) también llevan a cabo una profunda redimensión ética. "No es anecdótico, aseguró Beatriz Preciado, la elección de un término despectivo para autodenominarse (camp en su acepción original significa afeminado y queer maricón y bollera), sino que implica una inversión, tan consciente como radical, de todo un sistema de valores éticos y morales".

Sobre la noción de performatividad
Para entender y contextualizar la concepción de la identidad de género como el resultado de la "repetición de invocaciones performativas de la ley heterosexual" que han desarrollado teóricas queers como Judith Butler o Eve K. Sedgwick, es necesario analizar la noción de performatividad lingüística formulada por Austin y la relectura que hizo de la misma Jacques Derrida.
Desde un análisis pragmático del lenguaje (es decir, en términos de contexto e historicidad) el británico J.L Austin llegó a la conclusión de que cada vez que se emite un enunciado se realizan al mismo tiempo acciones o "cosas" por medio de las palabras utilizadas. Ese es el punto de partida de su "teoría de los actos de habla" que apareció publicada en su libro póstumo How To Do Things With Words (1953), traducido al español como Cómo hacer cosas con palabras. Palabras y acciones. En esta obra Austin clasifica los actos de habla en dos grandes categorias:
- Constatativos: enunciados que describen la realidad y pueden ser valorados como verdaderos o falsos.
- Performativos: actos que producen la realidad que describen. Estos a su vez se pueden dividir en:
* Locutivos. Producen la realidad en el mismo momento de emitir la palabra (lo que les dotaría de un poder absoluto). Por ejemplo, la declaración de matrimonio de un sacerdote.
* Perlocutivos. Intentan producir un efecto en la realidad, pero ese efecto no es inmediato sino que está desplazado en el tiempo (y, por tanto, existe una posibilidad de error).
Derrida duda de la naturaleza ontológica de los actos performativos que plantea la teoría de Austin en la que la fuerza del lenguaje para producir la realidad parece proceder y depender de una especie de instancia teológica (de una voz originaria anterior al discurso). Para el autor de Márgenes de la filosofía la efectividad de los actos performativos (su capacidad de construir la realidad/verdad) deriva de la existencia de un contexto previo de autoridad. Esto es, no hay una voz originaria sino una repetición regulada de un enunciado al que históricamente se le ha otorgado la capacidad de crear la realidad. En este sentido, la performatividad del lenguaje puede entenderse como una tecnología, como un dispositivo de poder social y político.
A su vez, los textos de Judith Butler, Teresa de Lauretis y otras teóricas queers subrayan la aplicación de esas tecnologías (la existencia de ese contexto previo de autoridad) en enunciados concebidos como actos constatativos del habla. Desde esta perspectiva, los enunciados de género (es niño o niña) aparentemente describen una realidad, pero en realidad (valga, en este caso, la redundancia) son actos performativos que imponen y re-producen una convención social, una verdad política. Todo esto conduce a la re-definición de la noción de género en términos de performatividad postulada por Judith Butler, intentando desmarcarse de la connotación prioritariamente estética que ha adquirido el término performance. Según la ensayista estadounidense, la identidad de género no sería algo sustancial, sino el efecto performativo de una invocación de una serie de convenciones de feminidad y masculinidad. "Una invocación, precisó Beatriz Preciado, que necesita repetirse constantemente para hacerse normativa, por lo que se puede operar una inversión y generar la subversión del efecto performativo". Así, con la apropiación de un término originalmente insultante como queer, se produce una inversión performativa que subvierte el orden discursivo de la ley heterosexual.

Perfomances de la masculinidad
Las primeras manifestaciones públicas de la cultura Drag King (y sus performances de la masculinidad) datan de mediados de la década de los 80, coincidiendo con la emergencia de un cuestionamiento queer de la cultura gay y lesbiana, así como de la introducción de un nuevo discurso post-pornográfico a cerca de la representación del sexo. Según Beatriz Preciado existen tres fuentes fundamentales en la génesis de este movimiento, cada una de ellas asociada a una ciudad específica y determinada por tradiciones culturales y presupuestos políticos diferentes: Shelley Mars y el club BurLEZK (San Francisco) cuyo principal propósito era promover la visualización de experiencias lesbianas en la práctica de la sexualidad en el espacio público; Del La Grace Volcano (Londres), que documenta la evolución estético-política de la cultura lesbiana en los últimos 20 años (de las representaciones teatralizadas de las prácticas butch-fem que conectan con la cultura camp, a las prácticas transgénero); y Diane Torr (Nueva York), muy vinculada a las performances feministas estadounidenses de los años 70 y a la crítica postfeminista de la industria sexual (junto con Annie Sprinkle una de las fundadoras del grupo PONY-prostitutas de New York) que concibe las propuestas Drag Kings como el fruto de un proceso de aprendizaje político (de toma de conciencia) de los mecanismos a través de los cuales los hombres adquieren autoridad y poder.
Pero además podemos encontrar antecedentes históricos de esta cultura Drag King en una serie de manifestaciones en las que ya se articula (aunque sólo sea a nivel embrionario) una performance de la masculinidad, como la garçon de los años 20 (que supuso la aplicación de un proceso de desidentificación de los códigos convencionales de la feminidad) o la cristalización de las prácticas butch-fem en la década de los 60.
Al concebir toda identidad de género como una tecnología, Beatriz Preciado establece un continuum entre las prácticas Drag King y las iniciativas de transformación y recodificación corporal de transexuales y transgéneros. En ambos casos hay una resistencia a las estrategias de normalización y construcción de la masculinidad y la feminidad, ya sea a través de la performance (Drag King) o del propio cuerpo (transexuales/transgéneros). .
En un momento en el que proliferan los ejemplos de transformación quirúrgica tanto F2M (de mujer a hombre) como M2F (de hombre a mujer), Beatriz Preciado cree que es imprescindible re-pensar la filosofía y metodología que aplica la medicina contemporánea en el tratamiento de estos casos. Las investigaciones recientes han demostrado que es posible la producción de un órgano a partir de cualquier otro (por muy diferentes que sean las funciones que desempeñan). Es decir, no hay una esencialidad biológica de los órganos, ni siquiera de los genitales. "Sin embargo, recalcó Beatriz Preciado, la práctica médica y quirúrgica se sigue esforzando por re-naturalizar la diferencia sexual".
Las llamadas operaciones de cambio de sexo siguen implicando en muchos casos el sometimiento a técnicas quirúrgicas muy agresivas (a veces mutiladoras), pero no por falta de conocimientos técnicos, sino por la vigencia, tanto a nivel médico como legislativo, de un posicionamiento discursivo que niega (o en el mejor de los casos, parodia) la multiplicidad genérica. Por ejemplo, actualmente se considera que la reconstrucción de un pene se ha llevado a cabo con éxito si el operado cumple tres requisitos: orinar de pie ("un auténtico acto performativo de la masculinidad", subrayó Beatriz Preciado), poder alcanzar una erección y tener apariencia masculina (un mero criterio estético de representación del cuerpo en el espacio político).

Prótesis de género: los límites materiales de la performance y la performatividad
"La elección, señaló Beatriz Preciado, de la noción de prótesis para explicar el género (frente a los conceptos de performance y performatividad) está basada en una re-lectura de la historia de la sexualidad desde las ciencias y tecnologías de control y transformación del cuerpo". Preciado utiliza la idea de prótesis (que tiene que ver con lo monstruoso, lo feo, lo inasimilable, lo abyecto) para re-pensar el cuerpo como tecnología y responder así a algunas de las cuestiones que los conceptos de performance y performatividad dejan sin resolver.
A su vez se interesa por la función, significación y origen histórico del dildo (el vibrador, el consolador), una modalidad de prótesis que puede estar presente en muchos tipos de relaciones sexuales (no sólo en las lésbicas) y que pone en cuestión la creencia de que el placer sexual sólo procede del cuerpo. Y en consonancia con la estrategia de las teorías queers de reapropiarse de nociones abyectas para desenmascarar los dispositivos de poder de la hegemonía, Beatriz Preciado establece un eje de relación entre dildo y ano que representa lo grotesco, lo paródico, el desecho, la no re-producción, la mierda.
Para entender como se ha constituido la relación entre el espacio del cuerpo y la noción del sujeto en la cultura occidental, Beatriz Preciado propone una genealogía del dildo analizando tanto su evolución formal como su presencia en distintas prácticas (médicas y sexuales) y periodos históricos. En este sentido, la autora de Manifiesto contrasexual considera que hay tres tipos de tecnologías (con sus correspondientes instrumentos) que han dado forma y función al dildo contemporáneo y que a su vez son claves para entender la definición del género y del cuerpo como "incorporación prostética".
- Tecnologías de represión de la sexualidad. El primer antecedente del dildo estaría, según Preciado, en los métodos y artilugios de represión de la masturbación inspirados en las teorías de un médico suizo del siglo XVII llamado Tissot. Tissot, que hizo un análisis de la sexualidad desde una óptica capitalista, concebía el cuerpo como un circuito cerrado de energía que no debía desaprovecharse en tareas ajenas al trabajo productivo y reproductivo. A partir de esta noción del cuerpo como capital, Tissot identificaba un órgano sexual que podía irrumpir en el circuito cerrado de la energía corporal y provocar un gasto superfluo: la mano. Para evitar esos cortocircuitos diseño una serie de objetos (guantes, hebillas, manoplas,...) que limitaban el movimiento de las manos.
Las teorías de Tissot reflejan y potencian el cambio en la manera de pensar y vivir la sexualidad que se produjo en Europa durante el siglo XVII. "Hasta entonces, recordó Preciado, la sexualidad era un acto social, con sus tiempos y rituales específicos, pero desde la consolidación de la concepción del sexo como capital comenzó a influir en todos los aspectos y momentos de la vida de los individuos, a ser parte consustancial del sujeto de la modernidad".
Los objetos concebidos por Tissot a la vez que trataban de regular (dirigir y reprimir) la utilización de los órganos sexuales también demarcaban (y, por tanto, destacaban) el espacio del cuerpo donde se genera placer. Por ello, no es extraño que estas técnicas de represión hayan terminado transformándose en tecnologías que producen identidad sexual y generan placer. De este modo, prácticas contemporáneas de transformación y manipulación del cuerpo como el piercing se asemejan a algunas de las técnicas que se utilizaron en los siglos XVII y XVIII para impedir la masturbación.
- Tecnologías de producción de las crisis histéricas. Desde el punto de vista de la psicología del siglo XIX, el orgasmo femenino se consideraba una crisis histérica que debía ser analizada, vigilada y controlada por especialistas médicos (masculinos). Así, primero se crearon unos "vibradores" hospitalarios que permitían producir (bajo supervisión médica) estas crisis y después se desarrollaron otros aparatos con la misma función pero que ya estaban concebidos para su uso en el ámbito doméstico (a los que Beatriz Preciado denomina "máquinas butler"). A su vez, para luchar contra la impotencia en los hombres, la medicina de la época utilizaba artilugios similares que se "administraban" a través del ano.
- Tecnologías de las manos prostéticas. Desde la I Guerra Mundial, las técnicas de construcción de prótesis que cumplieran y perfeccionaran la función de las manos (y de otras partes del cuerpo, como las piernas) han desempeñado un papel fundamental en la constitución de la identidad masculina. Según Beatriz Preciado hay una relación directa entre masculinidad y guerra que está muy vinculada a esta noción de construcción prostética. En este sentido se explica el hecho de que los soldados, meras herramientas de una arrolladora máquina de guerra, estén "suplementados" por una serie de accesorios prostéticos, como muestran de forma muy ilustrativa las imágenes del ejército estadounidense y británico en su actual ataque a Irak.
"Hay que tener en cuenta, precisó Beatriz Preciado, que tras la I Guerra Mundial numerosos soldados regresaron a sus casas con algún miembro amputado, en muchos casos, la(s) mano(s) (que es, desde el punto de vista de la antropología, el órgano masculino por excelencia, ya que permite transformar la naturaleza a través de los instrumentos)". Desde el convencimiento de que existía una correspondencia entre los hombres que habían perdido una mano (inútiles para la economía productiva) y los que se habían quedado sin órganos genitales (inútiles para la economía re-productiva), un médico militar francés llamado Jules Amar diseñó un conjunto de manos prostéticas que permitían reincorporar a esos soldados al sistema laboral. "Es decir, subrayó Beatriz Preciado, Jules Amar asocia la pérdida de la mano a la pérdida de la masculinidad, estableciendo una correspondencia entre mano y pene".
Pero frente a la teoría médica renacentista que concebía la prótesis como una imitación lo más fiel posible del órgano que intentaba suplementar, para Jules Amar el objetivo era que se adecuara e incluso perfeccionara su función original (lo que supone un cambio drástico en la manera de pensar el cuerpo). Por ejemplo, diseñó una prótesis en forma de pinza (con sólo dos dedos) que se adaptaba mejor que unas manos naturales a una serie de tareas específicas como atornillar. Jules Amar ve el cuerpo como tecnología no como algo natural y estable, y por tanto cree que existen múltiples maneras de pensarlo y de reconstruirlo.
Todo esto puede hacernos pensar, según Beatriz Preciado, que el origen del dildo esté más relacionado con las manos prostéticas de Jules Amar que con una sustitución mimética del pene, al menos desde el punto de vista de la sexualidad lésbica. No hay que olvidar que la importancia de la prótesis para entender el cuerpo contemporáneo pone en cuestión la idea del sujeto autónomo de la modernidad y privilegia la noción del sujeto como puerto. "O en su sentido literal, apuntó Beatriz Preciado, como aquello que está sujeto por un arnés, algo a lo que se pueden enchufar e incorporar prótesis".
Para Beatriz Preciado es muy revelador analizar este proceso de deconstrucción de la noción de cuerpo y de sujeto a partir de la diferencia histórica que establece Foulcault entre sociedades disciplinarias y de control. Mientras en las primeras, la regulación del cuerpo sigue dependiendo de un objeto o de una técnica externa, en las sociedades de control la tecnología se integra en el cuerpo (ya sea a través del ritual, la performance o la incorporación prostética), hasta el punto de que se hace plenamente visible y se re-naturaliza. "Ya no necesitamos un guante que impida la masturbación, advirtió Beatriz Preciado, porque cada vez que acercamos la mano a los órganos genitales hay una estructura de culpa que nos corroe".













RESUMEN DE LA CONFERENCIA DE JUDITH HALBERSTAM
NUEVAS SUBCULTURAS PERFORMATIVAS: DYKES, TRANGÉNEROS, DRAG KINGS, ETC.


Con la intención de realizar un análisis transversal sobre la cultura Drag King (donde además de la noción de género se tenga en cuenta otros factores como la raza o la clase), Judith Halberstam, una de las teóricas y activistas más importante del movimiento queer y bollero de los Estados Unidos, ha explorado las relaciones entre masculinidad y representación desde una perspectiva histórica. Sus investigaciones sobre estas performances de la masculinidad se encuadran en un contexto teórico determinado por una doble preocupación:
- Por un lado, la diferencia entre las nociones de representación y representatividad. Fruto de una relectura de la teoría de los actos de habla de J.L Austin, el concepto de representatividad (performatividad) que ha desarrollado la teoría queer se utiliza para referirse a los actos a través de los cuales el sujeto puede producir la realidad. Pero, ¿cuál es la relación entre esta concepción de la representatividad (relacionada con la creación de identidad) y las representaciones teatralizadas que articulan las escenificaciones de los drag kings?
- Por otro lado, la férrea resistencia de la cultura hegemónica a aceptar la masculinidad en términos de performance. Así, históricamente se ha concebido la feminidad como una representación (como una mascarada), sin embargo se ha negado u obviado la posibilidad de que la masculinidad se pudiera representar (identificándola como una identidad no performativa o antiperformativa).
Durante su intervención en el seminario Retóricas del género dirigido por Beatriz Preciado, Judith Halberstam señaló que uno de los grandes problemas a los que deben hacer frente los análisis académicos es la dificultad de trasladar sus lenguajes y puntos de vistas fuera de los círculos de especialistas e iniciados. Esto, evidentemente, es aplicable a los estudios teóricos sobre las prácticas y políticas queers que han llevado a cabo autoras como Judith Butler, Eve K. Sedgwick, Teresa de Lauretis o la propia Judith Halberstam. En este sentido, Halberstam recordó las numerosas objeciones que plantearon los editores antes de publicar The Drag King Book, una obra de formato poco convencional donde una serie de imágenes de drag kings tomadas por el fotógrafo De La Grace Volcano aparecen contextualizadas y comentadas por textos teóricos de Judith Halberstam en los que reflexiona sobre las implicaciones culturales y políticas de las performances de la masculinidad. "El objetivo principal de este libro, precisó, era doble: por un lado, dar un testimonio directo y lo más completo posible de una cultura emergente; y por otro, intentar que las prácticas drag kings se hicieran más visibles y entraran en el espacio público".
La portada del libro es un drag king emulando la figura de James Dean en la película Gigante, mientras a sus pies se extiende una vista panorámica de un parque donde se reúne la comunidad gay y lesbiana de San Francisco. "Uno de los grandes méritos de Del La Grace Volcano, señaló Judith Halberstam, es su capacidad de transformar a personas pertenecientes a sectores marginales de la sociedad en auténticos iconos culturales". Para Halberstam es muy importante subrayar la dimensión estética de estas fotografías, frente al interés meramente testimonial y/o morboso (como si fueran muestrarios de gente rara) con el que a veces se presentan las imágenes de drag kings. Hay que tener en cuenta que los drag kings suelen ser muy conscientes de la dimensión política y teórica de sus acciones performativas.
En sintonía con los presupuestos teóricos de los estudios queers, Halberstam considera necesario integrar otros criterios como la clase o la raza en cualquier acercamiento analítico a estas representaciones de la masculinidad. "No podemos olvidar, subrayó la autora de Female Masculinity, que unos drag kings que salen a las calles de Nueva York vestidos de chicos negros corren mucho más peligro que si fueran como mujeres negras". Otro ejemplo representativo de esta interacción entre el género, la clase y la raza puede apreciarse en el caso de dos drag kings de origen latino (fotografiados por Del La Grace Volcano en San Francisco) que trabajan con registros de masculinidad propios de la comunidad mexicana.
Para remarcar el juego de espejos sobre el que se construye la identidad de género, Halberstam hizo referencia al caso de un drag king que imita a otro drag king que a su vez emula a Elvis Presley. Una vuelta de tuerca más del concepto de representación que nos coloca ante una performance de la masculinidad que ya no se inspira en un supuesto "original masculino", sino en una escenificación anterior de la masculinidad. En esta misma línea se enmarcan las propuestas drag kings que llevan a cabo representaciones de la masculinidad gay o el fenómeno del grupo Bad Street Boys, chicas jóvenes disfrazadas de los Back Street Boys cuyas actuaciones están dirigidas a un público eminentemente femenino.
Del La Grace Volcano, que desde hace muchos años lucha para que no se consideren las performance drag kings una desviación, ha llevado a cabo un proceso de transformación trangenérica que le ha convertido en "hermafrobollera". Así, una vez ha empezado a vivir como un hombre, se presenta con frecuencia vestida de mujer (con faldas, aunque musculosa y con las axilas sin depilar), en un gesto que cuestiona radicalmente (en su sentido etimológico, es decir: de raíz) las políticas de identidad de género. Al igual que Del La Grace Volcano, Judith Halberstam asume la existencia de una fuerte conexión entre el sujeto de la enunciación y el objeto de estudio en sus investigaciones sobre las prácticas performativas de la masculinidad. En este sentido recordó la sinceridad y valentía de Esther Newton - una antropóloga norteamericana que ha estudiado la cultura drag queen a pesar del rechazo de muchos compañeros de disciplina - quien ha reconocido sentirse a menudo atraída por personas implicadas en sus investigaciones.
Hasta el momento, las performances de los drag kings no se han convertido en un elemento característico de la vida nocturna de las comunidades homosexuales femeninas, y desde luego están muy lejos de tener la audiencia heterosexual que han alcanzado los espectáculos de drag queens. Esto se explicaría, según Judith Halbertsam, por la resistencia cultural a parodiar e ironizar la masculinidad blanca (frente a la noción de la feminidad como mascarada). "Parece que las mujeres existen, señaló Judith Halberstam, para burlarse y reírse de ellas, sin embargo no se admite que se haga lo mismo con los hombres". No obstante habría que tener en cuenta algunos (muy pocos) casos de inferencia de la subcultura Drag King en el universo mediático (siempre de un modo edulcorado que desactiva la dimensión política de esta masculinidad femenina), como las escenas en las que Cameron Díaz, Drew Barrymore y Lucy Liu se visten de hombres en la última entrega de Los Ángeles de Charlie o la actuación de la drag king de Nueva York, Mo B. Dick en el film Pecker de John Waters.
Pero, ¿existen precedentes históricos de estas performances de la masculinidad? En cierta medida se puede establecer una conexión directa con la cultura camp (y la consolidación de las prácticas butch-fem) desarrollada a partir de la década de los 60 y, sobre todo, con la aparición, ya en los años 90, de las primeras comunidades de trangéneros. "La distinción entre drag kings y trangéneros, señaló Judith Halberstam, es muy ilustrativa para entender la diferencia entre representatividad y representación". Así, mientras las primeras buscan una escenificación teatralizada de la identidad masculina que incluso presupone una audiencia, los trangéneros optan por una vivencia de la masculinidad más orgánica e integrada en su vida cotidiana".
Hay otros muchos antecedentes que, según Judith Halberstam, nos ayudan a entender el tipo de cultura de la representación en el que se situarían las prácticas drag kings. Un primer antecedente en los EE.UU podría ubicarse en el Harlem neoyorquino de los años 30 y 40, donde existía una cultura drag king en estado embrionario, con mujeres negras vistiéndose de hombres y actuando para otras mujeres. Existen ejemplos más antiguos, como las garçon de los años 20 o las representaciones de la masculinidad en la sociedad victoriana inglesa de finales del siglo XIX. "El problema, lamentó Judith Halberstam, es que apenas se conservan documentos que puedan darnos una idea más clara de cómo eran las representaciones de esas primeras drags".
Para Judith Halberstam es muy importante propiciar un contacto entre el mundo académico y otros ámbitos culturales y sociales, y de este modo posibilitar que se trabaje con personas y no sólo se teorice con textos. Pero ¿que pueden aportar los análisis teóricos y académicos a la subcultura Drag King? Según la autora de Shows: Gothic Horror and the Technology of Monsters, proporcionan un contexto que teoriza, interpreta y difunde sus performances, haciendo circular los significados y sentidos de esta cultura a una audiencia más amplia. Asimismo, los estudios teóricos sobre las prácticas drag kings, a la vez que cumple una función archivística-documental (imprescindible para mantener con vida cualquier movimiento político y cultural), articulan un análisis complejo y generoso que tiene muy en cuenta el contexto y no se preocupa únicamente por los datos anecdóticos y meramente cuantitativos.







RESUMEN DE LA CONFERENCIA DE MARIE HÉLÈNE BOURCIER
PORNO-POLÍTICAS PERFORMATIVAS, POSTFEMINISMO Y PORNOGRAFÍA QUEER


Con el propósito de desarrollar un análisis deconstrutivo de la pornografía moderna, la socióloga y activista queer Marie-Hélène Bourcier remarcó durante su intervención en el seminario Retóricas del género/Políticas de identidad (celebrado entre el 17 y el 23 de marzo en la sede de La Cartuja de la Universidad Internacional de Andalucía) la necesidad de re-pensar la historia de la representación de la sexualidad. Para la autora del libro Queer Zones, el hecho de que haya una régimen pornográfico dominante y monopolizador (apoyado en un poderoso y cerrado sistema de creencias culturales y psicológicas), no debe hacernos olvidar que pueden existir otros muchos modos de entender la vivencia y representación de las prácticas sexuales.
En este sentido, Bourcier cree que está emergiendo un nuevo tipo de discurso pornográfico - que ella denomina post-pornografía - en el que encuentra conexiones con los planteamientos desarrollados por las prácticas y teorías queers. "Me gusta aplicarle el sufijo post, afirmó Bourcier, porque subraya la idea de que la pornografía ha llegado a una fase de reflexión, a un momento en el que es necesario revisar los presupuestos sobre los que se asienta". A partir de la noción de la sexualidad como performance, Marie-Hélène Bourcier identifica elementos post-pornográficos en propuestas como la novela-film Fóllame (de Virginie Despentes y Coralie Trinh Thi) o las acciones de Annie Sprinkle, que, a su juicio, rompen con el régimen de producción sexual hegemónico e intentan crear una nueva cultura del sexo (una resignificación de la experiencia sexual) mucho más rica, flexible y donde la mujer tenga un papel activo.
Según Marie-Hèlene Bourcier, la pornografía ha existido siempre, pero la que nosotros conocemos es fruto de un régimen de producción visual que surge en la época de la ilustración (Siglo XVIII) y se desarrolla con el positivismo. Es decir, en un momento histórico en el que alcanzan una gran difusión los análisis taxonómicos de los comportamientos humanos, empiezan a publicarse detalladas tipologías sobre la obscenidad y las perversiones sexuales, y se ponen de moda las colecciones privadas de contenido erótico. También en esa época comenzaron a aparecer las primeras publicaciones que, siempre desde una óptica masculina, intentaban descodificar y descifrar la sexualidad femenina (promoviendo tópicos aún vigentes como la tendencia al exhibicionismo), en un primer paso del intenso proceso de cosificación del cuerpo de la mujer que ha caracterizado la historia de la pornografía moderna. "Se trata, subrayó Marie-Hélène Bourcier, de un fenómeno de carácter político, pues sólo los hombres (varones) de las clases más privilegiadas podían tener acceso a esas representaciones obscenas que además narraban sus propios deseos y obsesiones".
En la configuración de la mirada pornográfica moderna han jugado un papel decisivo la psicología y la medicina del siglo XIX, una influencia que, a juicio de Marie-Hélène Bourcier, puede explicarse desde un análisis deconstructivo de la película El exorcista (William Friedkin, 1973). Según Bourcier en El exorcista podemos encontrar un subtexto que hace referencia a lo que la psicología del siglo XIX llamó crisis histérica (un modo político de entender el orgasmo femenino), en un claro ejemplo del esfuerzo de la ciencia moderna por vigilar, controlar y reprimir la sexualidad de las mujeres. En el film de William Friedkin, no sólo se muestran los síntomas y efectos que se asociaban a esta "patología" femenina, sino que hay escenas que recuerdan a las sesiones hospitalarias en las que se provocaban y analizaban (con un supuesto interés médico cargado de voyeurismo) estas crisis histéricas.
"La niña de El exorcista, señaló Bourcier, en realidad no está poseída por el demonio, sino por su sexo, por una excitación incontrolable que es percibida como una amenaza y que debe ser regulada desde la institución médica". Los experimentos de Charcot para estimular la emergencia de estas crisis histéricas se preparaban de tal forma que pudiesen tomarse fotografías y en un marco que recalcaba su carácter de representación ritualizada (performativa). No hay que olvidar que a estas sesiones acudía siempre un grupo de observadores médicos masculinos que se comportaban como si fuesen espectadores de un espectáculo pornográfico.
Al gual que en los laboratorios donde se analizaban las reacciones y comportamientos de las mujeres histéricas, en las cintas pornográficas hay una despersonalización absoluta del objeto de estudio - las mujeres - que muestran y colocan sus cuerpos como si se les fuese a realizar una exploración ginecológica. Para Marie-Hélène Bourcier en la pornografía moderna se representan muchas de las teorías desarrolladas por la psiquiatría y la medicina del siglo XIX. Así, en una película tan emblemática del género como Garganta profunda, una mujer conoce la razón de su insatisfacción sexual (nunca alcanza el orgasmo) gracias a un hombre (médico) que descubre que tiene el clítoris en la garganta, lo que remite a la tesis (desarrollada por el psicoanalisis freudiano ) de la confesión involuntaria a través de la hipnosis y la terapia. Algo parecido ocurre en El exorcista, donde sólo la intervención médica y/o religiosa (ámbitos eminentemente masculinos de producción de la verdad), ya sea a través de radiografías o de la "penetración" de diversos aparatos quirúrgicos, puede librar a la niña de sus demonios (siendo el más peligroso de dichos demonios su desenfrenado deseo sexual).
En la pornografía moderna hay un interés especial por subrayar la presunta veracidad de lo que se muestra y borrar cualquier huella de interpretación y simulación (de performance). Incluso existen subgéneros específicos donde se recalca que los protagonistas son amateurs (es decir, no son profesionales que están interpretando un papel), se incorpora al cámara en la escena o se destacan momentos como la eyaculación masculina (cumshot) que, en principio, no se puede simular. En relación a estos cumshots Marie-Hélène Bourcier releyó desde una óptica post-pornográfica la escena de El exorcista en la que la "niña poseída" (Linda Blair) vomita una sustancia verde sobre uno de los protagonistas masculinos, ya que, según ella, supone una inversión del régimen de producción visual de la pornografía dominante que no se cansa de mostrar eyaculaciones masculinas sobre las caras y cuerpos de la mujeres.
Otro motivo recurrente del imaginario pornográfico masculino, las mujeres que se dejan penetrar analmente, también estaría relacionado con esta obsesión por la veracidad. "Cuando se trata de exhibir la sexualidad femenina, señaló Bourcier, resulta más fácil hacer creíble el dolor que el placer (de hecho, en el cine pornográfico abundan los planos-detalles de chicas con la expresión dolorida durante escenas de penetración anal)". Esa narrativa de la violencia y del dolor está también presente en El exorcista, un film que en su promoción publicitaria jugó con la idea de veracidad (incluso inventando que la voz cavernosa de la niña poseída pertenecía a su joven actriz - 12 años - o que la escena del vómito no era fingida).
Pero más allá de la puesta en escena pretendidamente naturalista, en el discurso pornográfico contemporáneo hay muchas influencias del psicoanálisis, una disciplina que cree en la existencia de pulsiones sexuales incontrolables y que ha extendido ideas como la de que toda mujer inconscientemente desea ser violada. Así, otro filme pornográfico de los años 70, Detrás de la puerta verde, narra la historia del rapto y violación de una mujer que al principio se opone a los deseos de sus secuestradores, pero finalmente cede y llega a gozar como antes nunca lo había hecho. "Pero el tópico, advirtió Marie-Hélène Bourcier, de que la mujer necesita ser forzarla para que se anime a iniciar una relación sexual no es patrimonio exclusivo del cine porno, sino que está presente en muchos otros tipos de narraciones y propuestas estéticas". .
A diferencia de las teorías psicoanalíticas, Foulcault cree que la función de la pornografía no es liberar pulsiones, sino contribuir a la construcción de identidades sexuales. Siguiendo a Foulcault, Bourcier concibe la pornografía moderna como un régimen de producción de verdad sobre el sexo (muy codificado) que sigue re-produciendo los planteamientos y las categorizaciones de médicos, psiquiatras y sexólogos del siglo XIX.
Dirigido por Virginie Despentes y Coralie Trinh Thi, la película Baise-Moi (Fóllame) es para Marie-Hélène Bourcier un ejemplo de post-pornografía porque plantea una ruptura de los códigos de la mirada pornográfica tradicional y propone un cambio integral de los roles sexuales. "En Fóllame, señaló Marie-Hélène Bourcier, autoras y actrices son agentes de producción sexual, no sólo objetos, rompiendo así con el prejuicio de que la narración y la mirada pornográfica es un territorio reservado para los hombres". El film - que protagonizan Rafaëlla Anderson y Karen Bach (dos actrices pornos profesionales) y se inspira en la novela homónima escrita por la misma Virginie Despentes - generó una enorme polémica en Francia donde no llegó a las salas comerciales hasta mucho después de su estreno e incluso fue calificado como "fascista" por algunos medios de comunicación.
Fóllame toma prestado mucho de los códigos y recursos narrativos propios de la pornografía moderna, pero desde una mirada que neutraliza sus efectos previstos y los vacía del sentido que tradicionalmente se les ha otorgado. Esto es, desnaturaliza el discurso pornográfico a través de una inversión total de los roles de género y de una furiosa relectura de algunos de sus motivos temáticos habituales (por ejemplo, la confesión involuntaria o el deseo inconsciente que tiene toda mujer de ser violada). Tanto el título de la película (Baise-Moi/Fóllame) como el modo en que se describe a la dos protagonistas, puede interpretarse como un gesto político que conecta con la estrategia de las teorías queers de reapropiarse de nociones abyectas para otorgarles un nuevo sentido y significado.
Este proceso de desnaturalización que lleva a cabo la pornografía queer pueden encontrarse en otro tipo de propuestas estéticas como las fotografías de De La Grace Volcano (con imágenes de clítoris de transexuales que no se han sometido a operaciones quirúrgicas pero sí a un aumento de hormonas) o los trabajos de Annie Sprinkle. Esta última, que se autodefine como artista multimedia y autora de porno posmoderno, ha realizado re-lecturas de espectáculos eróticos como los streptease (con actuaciones en las que a la vez que se desnudaba se dirigía al público, haciendo visible la mirada masculina), demoledoras de-construcciones de mitos sexuales como las pin-ups (presentando análisis anatómicos sobre fotografías de chicas voluptuosas) o collages visuales que subrayan la artificiosidad de la pornografía (mostrando imágenes de las mismas mujeres antes y después de posar para revistas X).